El otro día paseaba cerca del río al mediodía y me detuve a hacer un poco de ejercicio. No había reparado en que había un hombre tumbado cerca del río, pegaíto. El hombre intentó incorporarse y, debido a la erosión y el musgo sobre las rocas, la tarea le resultaba titánica. Cada paso hacia adelante era un resbalón hacia atrás: chapoteo, pies en el agua, incluso culo en el agua. Me acerqué inminentemente para ayudarle a salir. Cuando estaba próximo a él, ya estaba fuera. Su reacción al verme: risa descontrolada. Él estaba quieto frente al río, mirándome y riéndose. Yo le miraba con la preocupación del que todavía no se ha salvado. Él seguía riéndose. Por un momento, él se había visto desde fuera, su mirada se había salido de su cuerpo y él había visto la extravagante escenita que había generado de una manera tontísima y sintió el mayor ridículo de su vida, de ahí el ataque de risa. Yo le miraba atónito y empecé a reírme también. Ahí estábamos los dos, dos desconocidos riéndose como si no hubiera un mañana. Como solo le escuché reírse, por sus facciones pensé que el hombre era del este de europa, pero resultó ser colombiano: «Tremenda siesta me eché sobre el río», me dijo. «¿Todo bien?» le pregunté, como queriéndome asegurar que pese a la risa, todo estaba en orden, que la risa no ocultara un dolor. «Sí, sí, solo me bañé», decía con el culo completamente empapado. Me dí cuenta que, durante un momento, había presenciado la risa pura, la puresa. La risa que sale de pura necesidad, no la risa impostada, no la risa falsa, no, la risa auténtica. La risa de la incongruencia, la risa de la torpeza, de la cercanía al dolor, de lo que no debe ser, de lo ridículo frente a lo normativo. El hombre agarró su bicicleta, todavía medio adormilado y se alejó con ella. En la estela que dejaba tras de sí, la estampa era la de un hombre empapado. «Hace mucho sol, se secará rápido en el camino y esa anécdota quedará, probablemente, solo entre nosotros dos», pensaba para mí mientras me alejaba pensando en su risa sincera, universal.

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